Hay
una figura excepcional en nuestra historia, aún recordada, pero por
desgracia no apreciada como se debe en los tiempos actuales, la figura
del maestro rural. En unos tiempos tan
duros como los de la postguerra española estas personas, hombres y
mujeres de excepcionales cualidades, tuvieron que sortear todas las
carencias posibles y sufrir incomodidades en su vida diaria, viviendo a
veces en casas habilitadas para ellos pero sin luz ni agua corriente,
como es el caso de don Columbiano Gerada, maestro de Pozo Amargo en
1940, donde atendía a una población de 24 niños en edad escolar de los
cuales había matriculados 13 y de éstos algunos no acudían, bien por
motivos de trabajo o distancia, además de atender a alumnos con
necesidades especiales.
La
de Pozo Amargo era una más de las modestas escuelas rurales existentes
en nuestro mundo agrario, similar a la de Albas Claras o los Izquierdos
en Villamartín. La escuela de don Columbiano se situaba en el edificio
de la antigua fonda y tenían que hacer cabriolas para no mojarse cuando
llovía, pues como decimos por aquí "se mojaba como un zarzal", mitigar
el frío en invierno y en definitiva poder tener unas condiciones mínimas
para impartir su tan necesitada docencia.
Sabemos el número de alumnos y el material del que disponía por unos documentos que he consultado en el Archivo Municipal de Morón. La tarea de don Columbiano y sus colegas no era fácil, debían formar a niños, con una infancia tremendamente corta, de la que algunos incluso carecieron, para sobrevivir en una España fragmentada y azotada por el hambre. Poseían muy pocos medios: los omnipresentes símbolos del régimen, una pizarra, unas láminas y unos cuantos libros, entre los que seguramente se incluiría al tan difundido y recordado Catón.
Para luchar contra esta falta de materiales y contra el hambre debían desarrollar su ingenio, no en vano el comer está como primera prioridad antes que el leer, por lo que estos maestros rurales, de escaso sueldo, debían implicarse en la vida de sus alumnos y conectar con ellos, ingeniárselas para que los niños acudieran a la escuela y convencer a los padres para que vieran en muchas ocasiones que ese rato que sus hijos no estaban en el trabajo, por lo general guardando pavos como inicio del "cursus honorum" del jornalero, o mendigando por otros cortijos, no era desaprovechado sino en beneficio de sus hijos y una importantísima vía de escape para la situación que padecían.
La prueba de su labor es que esos niños de entonces, que a veces acudían incluso medio desnudos a la escuela y que ahora cuentan con 80 o 90 años los que quedan, aún recuerdan a los don Columbiano y doña Rosa, los únicos maestros que casi todos han conocido, con cariño y respeto. No había ni pizarras digitales, ni ordenadores portátiles... el mejor aliciente para ir a la escuela rural era tomar el desayuno y tener la oportunidad de intentar escapar de aquel mundo.
Sirva desde aquí un pequeño homenaje a los maestros rurales. Agradecer a Bartolomé Valdivia Gerada, nieto de don Columbiano, haber aportado su foto y su permiso para poder difundirla y a mi amigo Francisco Ceballos del Valle gestionarla y hacérmela llegar.
Sabemos el número de alumnos y el material del que disponía por unos documentos que he consultado en el Archivo Municipal de Morón. La tarea de don Columbiano y sus colegas no era fácil, debían formar a niños, con una infancia tremendamente corta, de la que algunos incluso carecieron, para sobrevivir en una España fragmentada y azotada por el hambre. Poseían muy pocos medios: los omnipresentes símbolos del régimen, una pizarra, unas láminas y unos cuantos libros, entre los que seguramente se incluiría al tan difundido y recordado Catón.
Para luchar contra esta falta de materiales y contra el hambre debían desarrollar su ingenio, no en vano el comer está como primera prioridad antes que el leer, por lo que estos maestros rurales, de escaso sueldo, debían implicarse en la vida de sus alumnos y conectar con ellos, ingeniárselas para que los niños acudieran a la escuela y convencer a los padres para que vieran en muchas ocasiones que ese rato que sus hijos no estaban en el trabajo, por lo general guardando pavos como inicio del "cursus honorum" del jornalero, o mendigando por otros cortijos, no era desaprovechado sino en beneficio de sus hijos y una importantísima vía de escape para la situación que padecían.
La prueba de su labor es que esos niños de entonces, que a veces acudían incluso medio desnudos a la escuela y que ahora cuentan con 80 o 90 años los que quedan, aún recuerdan a los don Columbiano y doña Rosa, los únicos maestros que casi todos han conocido, con cariño y respeto. No había ni pizarras digitales, ni ordenadores portátiles... el mejor aliciente para ir a la escuela rural era tomar el desayuno y tener la oportunidad de intentar escapar de aquel mundo.
Sirva desde aquí un pequeño homenaje a los maestros rurales. Agradecer a Bartolomé Valdivia Gerada, nieto de don Columbiano, haber aportado su foto y su permiso para poder difundirla y a mi amigo Francisco Ceballos del Valle gestionarla y hacérmela llegar.
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