La
vida en los caminos de la Sierra de Cádiz, y por ende en las
poblaciones, no eran nada seguro. Recogemos testimonios de asaltos y
crímenes, como el acaecido el 7 de julio de 1842, y recogido en el
diario "El Corresponsal", de 22 de julio de 1842, a un joven vecino de
Puerto Serrano, que marchando montado a caballo y llevando un costal de
trigo desde Puerto Serrano a Algodonales fue asaltado a la altura de La
Nava y apareció degollado, siendo el objeto del asesinato el robarle el
caballo que portaba y que se convirtió en la principal pista para
capturar a los asesinos pues era fácilmente identificable. El
corresponsal arremetía contra el nivel de inseguridad existente en la
zona, llegando incluso a aseverar que de seguir así tendrían que formar
caravanas para desplazarse de un pueblo a otro.
Pero será otro hecho, que se recogen en varios diarios, siendo en nuestro caso "La Época" de 4 de mayo de 1850, el que haría que se aplicase la pena capital del garrote vil en Algodonales a dos vecinos de la localidad.
En la noche del 24 de septiembre de 1849 se produjo el asesinato de una vecina de Algodonales, Ana de Luna, durante el asalto a su vivienda. Tres vecinos de Algodonales, Francisco Medina, Antonio Álvarez (alias el Bordado) y Francisco Fernández fueron detenidos y acusados del crimen. Celebrado el juicio y tras las apelaciones oportunas, se condenó a muerte a Antonio Álvarez y Francisco Fernández.
Se da la circunstancia de que Francisco Fernández era ciego desde pequeño y del cual se decía que no se le había conocido otro oficio que el de delinquir. El hecho de ser ciego era compensado, según se contaba a mediados del siglo pasado, por su sentido del olfato, ya que comentaba que podía oler el dinero. A Francisco Medina se le condenó a cadena perpetua y argolla. Además debían indemnizar a los herederos de la víctima con una suma de 15000 reales que era en lo que se estimó el importe del robo.
La ejecución se realizó en Algodonales, en la plaza del pueblo, a las doce del mediodía del 22 de abril de 1850 y congregó a una gran multitud, acudiendo de pueblos cercanos para presenciar la ejecución.
Debido a la poca pericia del verdugo, uno de los ajusticiados no acababa de fallecer y el cura intercedió por él porque habían confesado y al no morir pedía piedad para el que estaba siendo ajusticiado pues temía que en esos minutos tuviera malos pensamientos y su alma se condenara al infierno. El tumulto presente, ante esta situación, comenzó a agitarse, por lo que debido al revuelo desatado el capitán de la Guardia Civil tuvo que cargar contra los espectadores que empezaron a increpar al cura por interceder ante ellos.
A pesar de la pena ejemplarizante, vemos que volvieron a cometerse sucesos sangrientos en los años posteriores y la Guardia Civil, recién instaurada, estuvo bastante atareada, lo que nos da una idea del nivel de inseguridad existente en la zona.
La pena de argolla consistía en dejar al reo con una argolla de hierro al cuello para poder ser encadenado a la pared.
El garrote vil fue instaurado mediante decreto de 24 de abril de 1832, el rey Fernando VII abolió la pena de muerte en horca y dispuso que, a partir de entonces, se ejecutase a todos los condenados a muerte con el garrote debido a que se consideraba una muerte más humanitaria aunque esto dependía de la fuerza del verdugo. Si el verdugo no era muy fuerte y mañoso la agonía del ajusticiado podía alargarse durante al menos quince minutos y padecer terribles sufrimientos. Otro hecho a su favor era que la sencillez del mecanismo podía hacer que se fabricase en cualquier herrería.
Pero será otro hecho, que se recogen en varios diarios, siendo en nuestro caso "La Época" de 4 de mayo de 1850, el que haría que se aplicase la pena capital del garrote vil en Algodonales a dos vecinos de la localidad.
En la noche del 24 de septiembre de 1849 se produjo el asesinato de una vecina de Algodonales, Ana de Luna, durante el asalto a su vivienda. Tres vecinos de Algodonales, Francisco Medina, Antonio Álvarez (alias el Bordado) y Francisco Fernández fueron detenidos y acusados del crimen. Celebrado el juicio y tras las apelaciones oportunas, se condenó a muerte a Antonio Álvarez y Francisco Fernández.
Se da la circunstancia de que Francisco Fernández era ciego desde pequeño y del cual se decía que no se le había conocido otro oficio que el de delinquir. El hecho de ser ciego era compensado, según se contaba a mediados del siglo pasado, por su sentido del olfato, ya que comentaba que podía oler el dinero. A Francisco Medina se le condenó a cadena perpetua y argolla. Además debían indemnizar a los herederos de la víctima con una suma de 15000 reales que era en lo que se estimó el importe del robo.
La ejecución se realizó en Algodonales, en la plaza del pueblo, a las doce del mediodía del 22 de abril de 1850 y congregó a una gran multitud, acudiendo de pueblos cercanos para presenciar la ejecución.
Debido a la poca pericia del verdugo, uno de los ajusticiados no acababa de fallecer y el cura intercedió por él porque habían confesado y al no morir pedía piedad para el que estaba siendo ajusticiado pues temía que en esos minutos tuviera malos pensamientos y su alma se condenara al infierno. El tumulto presente, ante esta situación, comenzó a agitarse, por lo que debido al revuelo desatado el capitán de la Guardia Civil tuvo que cargar contra los espectadores que empezaron a increpar al cura por interceder ante ellos.
A pesar de la pena ejemplarizante, vemos que volvieron a cometerse sucesos sangrientos en los años posteriores y la Guardia Civil, recién instaurada, estuvo bastante atareada, lo que nos da una idea del nivel de inseguridad existente en la zona.
La pena de argolla consistía en dejar al reo con una argolla de hierro al cuello para poder ser encadenado a la pared.
El garrote vil fue instaurado mediante decreto de 24 de abril de 1832, el rey Fernando VII abolió la pena de muerte en horca y dispuso que, a partir de entonces, se ejecutase a todos los condenados a muerte con el garrote debido a que se consideraba una muerte más humanitaria aunque esto dependía de la fuerza del verdugo. Si el verdugo no era muy fuerte y mañoso la agonía del ajusticiado podía alargarse durante al menos quince minutos y padecer terribles sufrimientos. Otro hecho a su favor era que la sencillez del mecanismo podía hacer que se fabricase en cualquier herrería.
Por Juan Jesús Portillo Ramos (historiador local)



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